martes, 5 de octubre de 2010

Algo de historia griega

    Aun en el seno de un mismo pueblo, los individuos no se creían obligados a una interpretación uniforme de la mitología. Se alteraban las leyendas para satisfacer el orgullo de un aristócrata o para acomodarlas a la fantasía de los artistas o a las elucubraciones de los filósofos. En una cosa, no obstante, los griegos se mostraban intransigentes, y era en la observancia de los ritos tradicionales. El que practicaban según la costumbre de los antepasados, era religioso; el que los quería modificar era tachado de impío y sometido a la severidad de las leyes. En líneas generales, los aspectos más salientes de las principales divinidades de la Grecia histórica eran: Zeus, el dios por excelencia del helenismo, señor del cielo, habitaba en el Éter y desde allí dirigía los fenómenos celestes, la nieve y la lluvia. Armada su diestra con el rayo que forjaron los cíclopes, desencadenaba las tempestades. Protegía los nacimientos, el hogar, la familia, las ciudades; era el dios de la amistad, de la hospitalidad y de los triunfos; el dios purificador y vengador, el dios amable, omnipotente y sabio, conocía el porvenir por medio de los oráculos.
     Tanta majestad, de la cual era magnífico símbolo a los ojos de los atenienses la estatua de Zeus esculpida por Fidias, estaba, sin embargo, velada por no pocas sombras; había llegado al poder por medio de la violencia y las leyendas populares antiguas le atribuían un gran número de aventuras amorosas. Atenea fue la hija favorita de Zeus. Brotó cubierta de armadura, de la cabeza del padre de los dioses. Protectora de las ciudades y acrópolis, virgen guerrera, a ella era ofrecido el botín de las empresas victoriosas. En el interior de la ciudad, velaba por los negocios públicos, el comercio, la industria y las artes. En Atica, protegía el cultivo del olivo, principal riqueza del país. Pero en Atenas es donde la personalidad de Atenea recibió todo su magnífico desarrollo. Los marineros, al entrar en el Pireo, regresando de sus expediciones, podían descubrir su colosal estatua dominando la Acrópolis y la saludaban como personificación ideal de su sabia e industriosa ciudad.
     Apolo, hijo de Zeus y de Latona, era una de las divinidades más poderosas del mundo griego y reunió en sí multitud de atributos. En las campiñas solitarias, en Arcadia y Laconia era el dios de los pastores y de los prados. Los jonios de Delos saludaban en él al dios de la poesía y de las artes, porque presidía el coro de las Musas y de las Gracias. Aparecía, a veces, como Helios, el dios del Sol y en Delfos era el profeta que comunicaba a los hombres los oráculos dictados por Zeus en persona. Como Apolo, Artemisa era hija de Latona, recorría los bosques y las montañas vestida de cazadora, y por ser virgen, protegía la castidad y los amores legítimos. La influencia del Oriente se manifiesta claramente con ocasión del culto de Afrodita, equiparada muchas veces a la Astarté semítica.
     Lo mismo sucede con el mito de Adonis (el Tammuz de los babilónicos), el hermoso adolescente amado por Afrodita, que muere y renace cada año como la vegetación en él personificada. Ares era el dios de la guerra; Hermes, dios de los ganados y de la fecundidad; Hades y Persefona, el dios y la diosa de los muertos. En el mar reinaba Poseidón. En plano inferior a estas divinidades se agitaban infinidad de dioses secundarios, terribles como las Furias; graciosas, como las Ninfas de los bosques; las cincuenta Nereidas y las tres mil Oceánidas. Dioses medio hombres, medio animales, como Pan, y los séquitos de Silenos y Sátiros. En los siglos VII y VI se extendió el culto a los Héroes, engrandecidos e idealizados por las Epopeyas.
     El culto de los muertos rendía especial veneración a los antepasados ilustres. De ahí a considerar a los "superhombres" como intermediarios entre la Humanidad y la Divinidad no había sino un paso. Los acontecimientos políticos favorecieron semejante apoteosis. Se fundaron colonias en las costas del Asia Menor, en Tracia, en Sicilia, en la Magna Grecia y las nuevas ciudades divinizaron sus antepasados más gloriosos. Diómedes tuvo sus santuarios y sus fiestas en la Magna Grecia; Helena y Menelao, en Esparta; Teseo, en Atica, y Aquiles, en las costas del mar Negro.
     El más célebre de todos fue Heracles, el héroe nacional de los dorios. La religión popular había conservado también el recuerdo de los dioses menores. Pitios hacía brotar las plantas; Pandrosos enviaba las lluvias primaverales; Smintios cazaba los ratones de los campos; Maleatos hacía madurar las manzanas, etc. Otros presidían la vida humana: Eros, dios del mar; Kurotrofos prodigaba sus cuidados a los niños de pecho, etc. Semejantes a éstos eran los demonios creados por la imaginación popular: Eunostos, cuya imagen no faltaba en ningún molino; Taraxippos, que espantaba a los caballos, etcétera. El día trigésimo de cada mes estaba especialmente consagrado a los muertos y en dicho día las tumbas eran rociadas con vino, leche o miel, y después se rogaba solemnemente a los espíritus que se retiraran; era una manifestación de la superstición popular, que los consideraba como seres dañinos.

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